CUANDO SEAS GRANDE…

Una regla fundamental del godinismo laboral  consiste en permanecer pegado a la silla (de diseño ergonómico) por al menos ocho horas, descontada la utilizada para acudir a algún establecimiento cercano por tortas, tacos de canasta o una comida corrida que consta de sopa, arroz, guisado del día, agua de limón y una diminuta gelatina servida en un contenedor de plástico.

¿Las ocho horas reglamentarias garantizan el cumplimiento de las metas?

Cada vez es más evidente: permanencia en el área laboral  y productividad   son conceptos  no relacionados.

¿Por qué entonces la mayoría de las empresas insiste en convocar a sus huestes para que éstas se desempeñen en ese     piso ubicado en el mejor barrio de oficinas?

La imagen es clara: instalaciones  dotadas de una cuadrícula de cubículos destinada a albergar a los sufridos trabajadores del pensamiento que cada lunes suspiran al reencontrar el ambiente de sus sueños convertido en una pesadilla, no de terror, sino de aburrimiento.

 Al ojo del amo, engorda el caballo,   dice la frase de antiguo cuño, enfatizando la importancia de controlar in situ las actividades de quienes son recluidos para ejecutar las tareas básicas  de emisión, cobranza, atención de siniestros y muchas otras. Pero aquí el único que engorda es el empleado, consumidor (sin posibilidad de réplica) de los chilaquiles del viernes, las pizzas, la cerveza de las forzadas convivencias y los pasteles de cumpleaños que se presentan en fila india, acompañados del ritual que libera por unos minutos al encadenado de su tediosa rutina.

No es de extrañar, entonces, la elevada rotación de los millennials,   quienes después de una estancia corta pero aleccionadora, con el pantalón apretado y el botón de la camisa a punto de salir disparado, abandonan con una sonrisa y tal vez una   crítica breve el centro laboral de horarios fijos y estricta supervisión de látigo invisible. Esas reglas anticuadas no les “generan impacto”: la rutina de 9 a 6 les impide atender otras actividades esenciales, y las  redes sociales ya resienten su prolongada ausencia.

¿Cuál es la causa del fenómeno de alta rotación de personal de nuestros días?

La necesidad es la madre de la permanencia, y los godínez  de hace años no tenían opción: hijos de familias numerosas, llegaban al mercado laboral sin boleto de regreso, como gatos lanzados de la cola a la pared de la brega diaria por padres imposibilitados de alargar el subsidio siquiera un día más.

Los millennials  son otra historia.  Con padres reeducados por una sociedad que detiene la inexorable selección natural con diplomas de participación y reconocimiento a “ocupaciones   alternativas”, como músico, poeta o loco de tiempo completo, los millennials, miembros de una familia de apenas tres o cuatro, regresan al seno del hogar paterno. Y en el antiguo hogar de los padres  reciben una vez más casa, vestido y sustento; eso sí, decididos a buscar, con un tiempo razonable y una vez recuperados del trauma laboral, una actividad que de verdad los llene.

Los blandos padres de hoy somos un desastre, y cedemos a la primera insinuación de algún maltrato imaginario, del pasado o del presente, lo cual echa por tierra en tres patadas nuestros tímidos intentos por exigir al baquetón, que acampa una vez más en el amplio estudio del sótano, que por favor salga a ganarse la vida.

Es claro que el esquema laboral basado en un número predeterminado de horas-nalga     está dando sus últimas boqueadas, sin aire ya para continuar rigiendo los destinos de la empresa moderna.

La alternativa consiste simplemente en adaptarse, lo más rápido posible, a un entorno completamente diferente, caracterizado por tres factores dominantes:

El primero: los   empleados ya no son los dóciles corderos de antaño, entusiasmados al recibir una oferta laboral y empeñados en conservarla  a cualquier costo. Los regaños, los gritos y las exigencias de no dejar el lugar de trabajo “¡hasta terminar todos los pendientes!” son ahora limitados por la amenaza de un abandono prematuro,  que puede destruir en un instante el esfuerzo de capacitación y la paciencia de entrenamiento aplicada a la formación del inútil funcional de floridos galones. Además, existen numerosas normas de   compliance  que limitan el accionar del antiguo sargento, convertido a regañadientes en afable anfitrión de los caprichosos trabajadores de hoy, educados entre almohadones.

¡Ay de aquel que se atreva a levantar un poco la voz a un empleado o a afectar sus “derechos”!     Ello le acarreará, sin duda, la fría furia de un sistema empecinado en imponer la aburridísima rutina con guantes de seda.

El segundo factor es la tecnología, moderno cura  Hidalgo que libera de la esclavitud al trabajador con alternativas de comunicación y operación mecanizada a cargo de máquinas, y no de aburridos Charlie Chaplin atados a las líneas de producción de los Tiempos modernos.   Hoy la mayoría de los empleados puede dedicarse a pensar  utilizando las numerosas aplicaciones disponibles para poner en marcha todo su potencial. Todo está en utilizar la tecnología para el bien, dejando de perder el tiempo y la concentración con facebook, instagram  y otros inventos de empresas dedicadas a explotar las debilidades afectivas del ser humano para secuestrar su atención en aras de la multiplicación de sus millonarias ganancias por un dígito cada vez mayor.

El tercer factor es el traslado de personas, con pasajeros que ya no tienen  la paciencia de antaño para soportar la tortura de un transporte ineficaz que consume,  entre bostezos, de dos a cuatro horas diarias.

¿Qué se necesita para enfrentar el mayor reto del sector asegurador en vísperas de una   década nueva?

Comenté en mi   colaboración anterior (véase   “La combinación imposible”, El Asegurador, 30 de abril del 2019) la renuencia  de las aseguradoras a tomar riesgos empresariales. Dije allá que éstas continuaban  limitadas a seguir los caminos conocidos al cobijo de una inercia segura de actividades repetidas, incluidas las contenidas en el programa de una convención más;  amparadas en el planteamiento de retos que contemplamos y vadeamos únicamente en la pantalla.

Para transformar absolutamente la inercia del dejar hacer,    dejar pasar  en lo que a capital humano  se refiere, es necesario tomar en cuenta los tres factores mencionados: inevitable  sustitución de la generación actual por los millennials; incorporación de la tecnología digital,   que permite una transformación radical en la manera de trabajar; y búsqueda de soluciones al traslado, gravemente ineficaz,    del personal. Todo ello es necesario para definir e implantar una estrategia que tome en cuenta un cambio ya imposible de negar.

La empresa necesita olvidar la organización piramidal, los canales de comunicación tradicionales y la remuneración fija  si quiere adaptarse a un mundo que la está atropellando.

Si los millennials  desean desarrollar un trabajo que les otorgue autonomía y les permita trascender  (cualquier cosa que eso signifique), es momento de darles una sopa de su propio chocolate. Formemos “células”, constituidas por dos o más personas, encargadas de llevar a cabo una operación o proyecto específico.

No habrá jerarquías,  y quienes formen la célula podrán nombrar a uno de sus miembros como representante ante el resto de la empresa, responsable entonces de comunicar y recibir informes  sobre los avatares del proyecto mediante alguno de los numerosos medios de hoy: teléfono fijo, celular, whatsApp, Skype, Facebook, Instagram, Outlook o la señal de humo de su preferencia. Obviamente, los canales de comunicación tradicionales y rígidos, así como las jerarquías inflexibles, serán cosa del pasado. El comunicador designado elegirá al destinatario que prefiera: quizá  aquel que mejor comprenda el esfuerzo desplegado por la célula autónoma.

En cuanto a la remuneración, la empresa será implacable: si  alcanzas el resultado te pago lo acordado; y, si no lo entregas completo, a tiempo y con la calidad definida, serás sustituido. No hay que andarse por las ramas ni permitir desvíos. Si quieres ser autónomo, compórtate como tal. Basta de esquemas 360, evaluaciones de jefes como si fueran profesores de asignatura crucificados por sus alumnos en la evaluación semestral o buzones de quejas. Si cumples lo que prometiste, te pago y te considero; y, si no, apártate, que seguramente habrá otros.

Si la célula se reúne en la empresa, en el   Starbucks de su confianza o en un antro; si  sus miembros sólo se comunican desde el impecable departamento de Tania  o el inmundo cuarto de Pavel; si lo hacen enfundados en piyama de cuadritos o en riguroso  traje de marca, bañados o con dos semanas sin cambiarse de ropa…, ésos son temas que a la empresa no le interesan en absoluto. Manden una buena foto, muchachos, que en eso son expertos; con ello basta para solucionar los asuntos de Relaciones Públicas y Memoria Anual. Listo.

¿Qué quieren ser cuando sean grandes?

Los millennials  tienen la respuesta, siempre y cuando las empresas se atrevan a formular la pregunta.

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